miércoles, 12 de enero de 2011

Laia

Recuerdo bien aquella gran ventana y sobre todo el mar y su brisa que entraba en la habitación rodeándonos con calidez. Ella siempre iba ligera de ropas, su pelo liso y castaño nunca estaba quieto. En una ocasión creo que me dijo que su nombre era Laia, no estoy seguro de haberlo escuchado, pero así lo adopté. Laia. Casi siempre estaba en esa pequeña habitación que daba al mar, esperándome, para amarme. La mejor parte era que ahí dentro éramos nosotros y nada más, el mundo parecía desaparecer. Recuerdo que pasábamos noches enteras hablando de castillos, princesas, montañas, la forma de las estrellas, las olas, las distancias y más. El calor del roce de los cuerpos hacía que las imágenes se mezclaran y que ninguna forma estuviere separada de otra. Ella era tan hermosa y me trataba tan bien, que cada día al llegar la noche demoraba en poder alcanzar el sueño, atormentado por la inaudita ansiedad de volver a yacer junto a ella. Y así fue que me enamoré perdidamente de ella.
Es curioso pensar hoy, como funcionaba mi ser en aquellos días. Me despertaba por el sonido del despertador, me bañaba rápido pensando en Laia y salía corriendo para llegar al trabajo en hora (pocas veces logré mi cometido). Trabajaba como corredor de seguros, era un trabajo de oficina aburrido, pero pagaban bien y no me exigían al máximo. Salía caída la tarde y como un acto reflejo ya empezaba a sentirme inundado por su esencia. También a esa hora recibía algún sms de Patricia preguntándome si quería comer en su casa o salir a tomar algo en la ciudad. Su mayor tema de preocupación en esos días eran mis poemas.
-¿Estas seguro que no estás saliendo con otra?
-Te lo juro, mi amor. Vos sabés que del trabajo a mi casa o a la tuya. Además estando contigo no necesito nada más- le decía mientras ella estudiaba mi rostro.
-Pero- comenzaba a hablar algo resignada y triste- antes le escribías cosas a mis ojos celestes y a mi sonrisa y a no sé que más. Ahora solo escribes cosas sobre el mar, las estrellas y a una mujer que estoy segura que no soy yo.
-¿Por qué pensás que no sos vos?
-No sé, además siempre estás en otra parte.
-Si estoy siempre contigo.
-No. Yo sé que algo pasa- sentenciaba.
Entonces la discusión se tornaba espesa para mí. Agarraba mis cosas y la dejaba. En realidad poco importaba más que estar con Laia. De camino a casa miraba las flores, pensaba versos, miraba las tiendas de ropa e imaginaba como las prendas le quedarían a ella. Pero nunca estos “presentes” llegaban a sus manos. De todas formas siempre estaba contenta de verme.

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